En mi caso, los juegos de mesa estaban de capa caída. Hacía tiempo que no jugábamos, pero ahora les volvemos a dedicar tiempo y risas.
Los juegos de mesa tienen muchas cosas buenas:
Componente socializador: facilitan la interacción y la puesta en marcha de habilidades sociales, reforzando las relaciones sociales.
Exigen mayor esfuerzo: implican pensar estrategias y la aceptación de las reglas del juego (como respetar el turno, cooperar con otros, asumir las consecuencias de caer en una casilla…), además exigen un esfuerzo atencional y de concentración (no cuentan con un nivel de estimulación auditivo, visual y de recompensas tan alto como los videojuegos).
Conllevan aprender a tolerar la frustración y gestión de las emociones (puedes perder frente a otros con quienes compartes espacio; en cambio en los videojuegos puedes perder contra la máquina, pero tienes vidas y te guardan las partidas).
Es necesario que los adultos guíen y ayuden a los niños y niñas más pequeños a alcanzar el éxito (con estrategias, haciéndoles pensar, jugando en parejas…) pero, poco o poco, hay que enseñarles a aceptar el fracaso, evitando ser complacientes con ellos y dejarles ganar (no se puede hacer trampas, no siempre se gana y hay que aceptar las derrotas con deportividad).
Muchos juegos de mesa implican funciones complejas (como la capacidad de análisis y planificación o la toma de decisiones y las consecuencias derivadas de estas) y contribuyen a mejorar la atención, la memoria visual y auditiva.
Algunos juegos de mesa implican habilidades concretas: como coordinación visomotriz, es decir, movimientos controlados que requieren precisión para la realización de una tarea utilizando de forma simultanea el ojo, la mano y los dedos; o habilidades lingüísticas, como hacer descripciones, definir, formar palabras...
Por ultimo, pero muy importante, la elección del juego debe ser apropiada a la edad y madurez de los niños y niñas o de lo contrario se aburrirán y en lugar de entretenernos estaremos deseando acabar.
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